domingo, 18 de enero de 2015

No a la islamofobia



Conozco a una madre soltera espléndida, graciosa, con un gran sentido del humor, que trabaja para sacar adelante a su hijo, y con la que coincido en ocasiones cuando paseo a mi perro. Es morena, gordita, vitalista y simpática. Lleva sus cabellos al viento y suele de reírse de todo, incluida su precaria situación laboral, habla a la perfección el castellano, el francés…y el marroquí, el idioma del país del que procede.

 En la plaza donde comienzo los paseos con mi perro suele acercarse a él un nano de no más de tres años, corre hacia el can y lo abraza. Está casi siempre con su padre, con el que charlo a menudo, intercambiamos cigarrillos y nos reímos de las ocurrencias del pequeñajo y sus comentarios al perro. En ocasiones también acude su mujer, a la salida del trabajo, que ella tiene la suerte de tener. Mientras ella trabaja, él, en paro, pasea al crio de ambos. Llevan en España cinco años, su hijo nació aquí. Ellos también son marroquíes.

Josuff es un librero de viejo de vastísima cultura y profundo sentido del humor, generoso, sensible, amante de los animales, y burlón; se califica a sí mismo, con no poca sorna, como ‘moro de mierda’, frente a los ‘potentados árabes’ de Marbella. Hace muchos años que huyó de las masacres que se sufren en su Palestina natal. Hablar con él es una delicia porque a su amplia cultura une su encantadora sonrisa y su exquisita sensibilidad. Lleva cerca de treinta años viviendo en España.

Ninguna de las personas mencionadas en los párrafos anteriores son fanáticos islamistas, son musulmanes porque nacieron en países donde esa religión es la mayoritaria, como en España nos colocan la etiqueta de católicos porque nos bautizaron sin pedirnos permiso. Y como muchos católicos españoles esos musulmanes relativizan la religión del mismo modo que lo hacemos los laicos europeos.

Como esas personas que menciono en las primeras líneas de este artículo las hay a cientos de miles. Vinieron a este país a buscar una vida mejor, huyendo de la pobreza, de la injusticia y de la guerra que se sufre en sus países de origen, tienen las mismas inquietudes, inclinaciones, necesidades, sueños y preocupaciones que nosotros. Pero sobre ellas cae la torpe intolerancia de los islamófobos, que les estigmatizan con la sospecha y los estúpidos prejuicios.  Del mismo modo que los nazis marcaban con estrellas de David a los judíos.

El día de los atentados contra los redactores y humoristas del Charlie Hebdo llegó a mi teléfono el whatsapp de una irreflexiva persona que me llenó de horror: “Putos islamistas. Todos muertos a tiros y sino cortándoles la cabeza como hacen ellos. Que me llamen xenófoba, a mucha honra con respecto de estos hijos de puta. Y aquí campan a sus anchas. Mira a los periodistas ¿qué me dices ahora?”. Buscaba mi reacción favorable a su irracional odio porque las víctimas del atentado yihadista eran periodistas, y en su obcecada obsesión creía ver un terrorista en cada persona nacida en países musulmanes.

Esa reacción no es aislada. Los atentados de París han dejado un rastro peligroso de racismo e islamofobia altamente preocupante. Esos dos desgraciados imbéciles asesinos que segaron la vida de doce personas de brillante inteligencia, por un ciego y estúpido odio a la ironía, lo único que lograron con su crimen fue hacerle campaña a todos los Le Pen, los Houellebecq y miles, o millones, de anónimos integristas racistas, torpes xenófobos que en su estrechas mentes no son capaces de discernir la diferencia existente entre un musulmán y un terroristas islámico.

Habrá que explicarlo con tesón. Y decir machaconamente no a la islamofobia.

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